jueves, 19 de septiembre de 2013

Objetivo y Caso central

Este blog tiene como objetivo compartir reflexiones y opiniones relacionados con las Determinantes Sociales de la Salud.
El caso sobre el cual se centrara la atención sera :

"Mujeres indígenas: un análisis de su salud desde el enfoque de los determinantes sociales"


Mtra. Cristina Caballero1, Mtra. Margarita Márquez Serrano2 y Mtra. Rosibel Rodríguez Bolaños3
1 Ministerio de Salud Pública de Paraguay, Universidad Católica de Asunción campus Itapua, Universidad Nacional de Asunción.
2 Centro de Investigación en Sistemas de Salud, Instituto Nacional de Salud Pública
3 Centro de Investigación en Salud Poblacional, Instituto Nacional de Salud Pública

En la actualidad, en muchos pueblos indígenas la mujer es cabeza de familia, Eugenia es un ejemplo de ello. Un recorrido por su historia nos revela que son múltiples los determinantes sociales que afectan a su salud  y que la han llevado a padecer de úlcera gástrica,  dolores osteoarticulares generalizados (consecuencia de violencia intrafamiliar), hambre sistemática, abuso sexual y finalmente depresión mayor.
            Eugenia ha sufrido explotación desde los 8 años y agresiones a repetición desde su primera infancia. Posteriormente violencia por parte de patronos, de su ex esposo y de policías corruptos que la perseguían sólo por ser vendedora ambulante. Su hija mayor, hoy indígena adolescente, sufrió un politraumatismo como consecuencia de una golpiza que le propinaron cuando niña los compañeros de una escuela pública de primaria en respuesta a situaciones de racismo. Su esposo también indígena Kichwa, separado de su núcleo familiar inicial, hoy se encuentra conviviendo con otra mujer, con quien tiene otro hijo y sufre de demencia de probable origen alcohólico.
            Cuando niña, en la provincia del Imbabura, en un área rural alejada, Eugenia era sometida en su propia casa a trabajos forzados para su edad. Desde los 4 años cargaba agua, leña, lavaba ropa, entre otra actividades. Su madre, trabajaba lavando la ropa de la comunidad y ocasionalmente era llevada por traficantes de mujeres a la ciudad capital, Quito, para prostituirse y trabajar como empleada del servicio en casas de familias “prestantes” de militares mestizos. Éstos la violentaban permanentemente, principalmente en sus momentos de embriaguez  y por parte de los jóvenes universitarios mestizos, quienes se desquitaban con los indígenas como queriendo desprenderse de sus raíces indígenas y como queriéndose separarse, desde su condición de clase media-alta, de un irremediable contexto de país subdesarrollado.
            El padre de Eugenia era alcohólico y fabricante artesanal de textiles, pero como consecuencia de su adicción había alquilado y perdido los dos telares manuales que heredó de su padre. De noche y a escondidas le robaba muchas veces el dinero que su esposa ganaba lavando ropa y violentaba frecuentemente a su hija, llegando incluso a abusar sexualmente de ella. Eugenia recuerda que durante su niñez la pobreza extrema les impidió probar durante mucho tiempo la carne y pasaba hambre.
            Desde los 6 a los 8 años, Eugenia trabajó en varias fincas y haciendas, realizando labores  pesadas tales como tostar y moler hasta dos toneladas de maíz, lavar piscinas, tapetes y porquerizas, y con remuneración en comida, ropas usadas y ocasionalmente algunas monedas. A esa edad y a través de estos trabajos ella le llevaba comida al resto de la familia. Las monedas que se ganaban las ahorraba, a tal punto que cuando estaba interna en alguna finca, y le descubrían las monedas, los mestizos la insultaban y le recordaban su baja posición como indígena y por lo tanto posible ladrona. En otros casos su padre le robaba las monedas para comprar bebidas alcohólicas.
            Cuando cumplió 8 años, sus padres la obligaron, a cambio de alguna suma de dinero, a trabajar en la casa de un coronel en la ciudad de Quito, en donde le continuaron pegando de manera sistemática, produciéndole en varias ocasiones fracturas. Sólo la hija mayor del coronel, quien estuvo estudiando algunas carreras de ciencias sociales en la universidad pública de Quito, le reclamó a su padre por la violencia a la que estaban sometiendo a esta indígena, tanto la señora como los demás hijos de la casa. Cuando le preguntaba a la señora de la casa, una persona no indígena, que por qué le pegaba a la niña indígena, ella respondía que no sabía, que la perdonara, que era como si se le olvidaban muchas cosas y terminaba desquitándose con ella.
            Después de varios años en esta situación y de múltiples reclamos, el coronel llevó a Eugenia de regreso a la provincia del Imbabura, en Otavalo, Ecuador. Para esa época ya se estaba pasando la voz sobre las oportunidades laborales, a través de la fabricación y el comercio de artesanía y productos textiles, que se estaban dando en Colombia y específicamente en Bogotá para los indígenas Kichwas. Sabiendo de lo anterior, la entonces joven indígena pensó en viajar de alguna forma a Colombia para encontrar alguna solución. Sin embargo pasaba días y noches llorando sola, cuando después de trabajar se encontraba con su padre borracho y sin comida suficiente. Para esa época presentaba dolor en el epigastrio tipo ardor casi todos los días y los remedios naturales que le administraban sus abuelos no funcionaban bien, porque según ellos, también le faltaba la comida natural, que las solas hierbas y rezos no eran suficientes.
            Ellos le contaban que ya las cosas no eran como antes, que los trabajos de una petrolera habían dañado los caminos y los campos y que los jóvenes se habían ido para la ciudad. Decían que ya no era fácil vivir en el área rural porque no se conseguían ya todos los alimentos naturales y tampoco los nuevos productos que se necesitan de la cuidad.
            Eugenia se encontró con la oportunidad de un trabajo como ayudante de textiles en la ciudad de Quito, donde le prestaron dinero y una mercancía para aventurarse en Colombia. Pero cuando estaba pasando la frontera Colombo-ecuatoriana como ilegal para no pagar impuestos, la requisaron y le quitaron toda la mercancía que llevaba. Fue así como se devolvió donde el amigo, otro indígena que había  logrado colocar una tienda de textiles en la capital, y le contó muy triste lo que había pasado. Le tocó trabajar un tiempo en la capital, en donde sufrió nuevamente los efectos de la discriminación y la violencia racista, así como el abuso sexual nuevamente por un grupo de jóvenes quienes sabían que la joven indígena, que casi no hablaba el idioma español, sino lengua Kichwa, no tendría credibilidad y sería fácil intimidarla para que no contara nada. Fue así como sola, como siempre se había sentido, trató de buscar ayuda en un centro de atención primaria en salud, pero le cobraban una cuota y sólo pudo asistir hasta que ahorró lo suficiente.
            Eugenia comenzó a escuchar las propuestas de nuevas iglesias que atraen con su fanatismo a mucha población que ha sido víctima de situaciones adversas. La joven Kichwa ingresó a la iglesia de los mormones, donde le dijeron que la medicina tradicional indígena era brujería, que era del diablo y que no podía llevar a cabo ninguna de las prácticas de curación con el Cuy, el huevo, entre otras y que tampoco podía buscar ayuda en los Yachacs o curanderos. Le dijeron que era pecado y por eso no volvió a practicar algunas de las enseñanzas de sus abuelos.
            Como consecuencia de las situaciones de abuso sexual presentó sangrado vaginal, continuaba con el dolor abdominal en la región del epigastrio y lloraba sola permanentemente sin ganas de hacer nada en una esquina de la casa del indígena que tenía la tienda.
            El médico que la atendió inicialmente, que en realidad era un estudiante de medicina en su año de práctica, le diagnosticó gastritis crónica y depresión. Le dio recomendaciones de la dieta, que no podía cumplir por falta de recursos. Le regaló unas tabletas de un medicamento llamado ranitidina (como era un dispensario de un barrio pobre no tenían omeprazol que era el más indicado) y le dio una orden para cita con psiquiatría. Sin embargo, no pudo conseguir los medicamentos, cuando se le acabaron los que le regaló el médico y no supo cómo, ni con qué, pedir la cita con psiquiatría. Sobre la situación  de abuso sexual, tuvo miedo y desconfianza de contar que estaba sangrando, pensó que a una mujer indígena que no hablaba bien el español nadie le iba a creer y así pasó el tiempo.
            Posteriormente Eugenia le presentó una solicitud de préstamo al dueño de la tienda, quien le entregó una mercancía en consignación que finalmente logró pasar por la frontera, en el puente Rumichaca. Fue así como llegó a Colombia, en busca de la posibilidad de comerciar de la que tanto se hablaba en Ecuador. Después de estar unos días en Popayán, perseguida por la policía por las ventas ambulantes, llegó a Bogotá, en donde le robaron varías veces la mercancía y tuvo que aguantar hambre. La policía le decomisó la mercancía y no se la entregó completa, porque según ellos, ella no tenía derechos porque era indígena y además venía del Ecuador.
            En Bogotá, no la atendían en los hospitales a menos que pagara la cuenta como particular, además ella no entendía bien el español y sentía pena porque no le entendían tampoco su idioma Kichwa. Por esta razón, ella optaba por comprar ocasionalmente las tabletas de ranitidina en la droguería cuando tenía algunos pesos, después de pagar el arriendo y la comida. Sin embargo, el dolor abdominal aumentaba y en una ocasión que comenzó a vomitar sangre, los vecinos la llevaron de urgencias a un hospital público, en donde le hicieron una impresión diagnóstica de úlcera gástrica, le administraron líquidos endovenosos, analgésicos y le ordenaron una endoscopia por consulta externa, la cual no supo cómo hacerse, ni con qué recursos. A la salida de urgencias, le dijeron que le tocaba pagar un porcentaje de la cuenta y, como no tenía dinero, la única opción fue firmar un pagaré o título de valor, con lo cual quedó endeudada con el hospital.
            Esta situación la tenía muy presionada y apenas alcanzaba a reunir para comer y pagar la renta de un cuarto en un inquilinato en el centro de la ciudad, donde también vivían otros indígenas Kichwas. Muchos de ellos estaban en la misma situación, escapaban frecuentemente de la policía, ya que estaba prohibido vender textiles en la calle. Supo de otro indígena que había llegado hace más tiempo y tenía conocimientos de medicina tradicional indígena Kichwa, que había aprendido en el Ecuador. Le dijeron que él era el curandero y que le podía ayudar con sus problemas. Ella buscó al Yachac, o médico tradicional, y después de conversar con él, realizaron unas sesiones de curación utilizando algunas hierbas, un Cuy y un huevo.
            Pasando unos meses, ella se casó con otro indígena Kichwa que trabajaba vendiendo textiles. Rápidamente Eugenia empezó a recibir insultos y golpes cuando el hombre indígena llegaba borracho. Ella había quedado embarazada y se escapó de la casa. Aumentó sus niveles de depresión y se intentó suicidar tomándose un frasco de insecticida. Una compañera indígena la encontró tirada en el piso. Eugenia perdió su bebé, pero ella sobrevivió.
            Se encontró con su esposo y volvieron a vivir juntos. Aunque él seguía bebiendo y golpeándola ocasionalmente, ella continuó cerca por razones económicas. Ella se entrevistaba regularmente con el médico tradicional y encontraba alivio con sus curaciones. Pero su regreso, junto con otros indígenas Kichwas a la iglesia Mormona, la alejó nuevamente de la medicina tradicional.
            Fue así, como Eugenia dejó de asistir al médico tradicional y tampoco tenía seguimiento médico adecuado. Quedó nuevamente embarazada, pero ahora su esposo la dejó, ya que él no había ingresado a la iglesia Mormona. Asumió el embarazo sola, trabajando hasta el último momento y sin ningún control prenatal. El parto fue domiciliario y atendido por una partera Kichwa. A pesar de la experiencia y recomendaciones de la partera, su bebé tuvo una infección en el ombligo, una onfalitis, ya que su madre tenía que seguir trabajando mientras atendía a la niña. Fue así, como nuevamente requirió los servicios de un hospital para la hospitalización de su bebé, la cual tuvo dificultades en la autorización de los antibióticos, por lo altos costos. Sin embargo y con la ayuda de otros indígenas Kichwas, quienes ya se estaban organizando para formar un cabildeo,[1] pagaron el porcentaje.
            Posteriormente, Eugenia ha crecido como cabeza de familia, sosteniendo económicamente a su hija, quien recibió una golpiza por compañeros del colegio por que la rechazaban y discriminaban debido a su apariencia indígena. Su esposo que dejó el núcleo familiar, continuó bebiendo y actualmente padece una demencia alcohólica.




[1] Es una organización indígena reconocida por el Estado como autoridad tradicional indígena y sujeto colectivo.


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